Cuando el ejército napoleónico se apoderó de Toledo, gran cantidad de tropas fue alojada en cuarteles, palacios e iglesias. A un grupo de dragones, con su capitán al mando, le correspondió aposentarse en la iglesia de S. Pedro Mártir. En esta iglesia, como en otras muchas, había varios enterramientos de personalidades que, por algún favor hecho a la iglesia, normalmente de tipo económico, adquirían ese derecho.
A la mañana siguiente, el joven capitán se dirigió a la plaza de Zocodover y allí se reunió con otros oficiales. Se preguntaban unos a otros por el alojamiento y qué tal habían pasado la noche. El capitán de dragones comentó que había pasado mucho frío pero que la presencia de una bella dama le había hecho más llevadera la noche. Sus compañeros no lo podían creer. ¡No llevaba en la ciudad ni un día y ya había tenido una aventura amorosa! Le pidieron más información sobre lo sucedido y éste les contó que se había despertado en la noche debido al frío y al toque de una campana de la Catedral. Cuando estaba intentando conciliar el sueño de nuevo, vio, gracias a un tenue rayo de Luna, a una dama arrodillada en un lateral de la iglesia: era una joven bellísima, de aire reposado y noble, con su blanco traje que armonizaba perfectamente con su pálida piel.
Uno de los compañeros, mientras los demás reían y hacían gestos indicando que el capitán estaba loco, le preguntó si había hablado con ella. El capitán les dijo que no lo había intentado porque sabía que no le hubiera oído, ni hablado, ni visto. Preguntaron los otros, en medio de las risas, si es que era sorda o muda o ciega. Las tres cosas a la vez, dijo el capitán, porque es una estatua.
El capitán les invitó a ir esa noche a su aposento a tomar unos vinos que había traído de Francia, y, de paso, les presentaría a su enamorada.
Ya hacía unas horas que había anochecido cuando los oficiales amigos del capitán se presentaron en S. Pedro Mártir. El dragón les llevó al centro de la iglesia donde una fogata ardía con los restos de coro, bella obra de arte que se consumía para dar calor al ejercito invasor. Bebieron un poco y luego el capitán les llevó a ver la estatua. Les dijo que ya había conseguido saber quien era por las inscripciones en latín que había en la tumba. Era Doña Elvira de Castañeda, mujer que debió ser muy bella a juzgar por su representación en piedra.
Junto a ella estaba, también arrodillada en actitud de oración, la estatua de su marido, D. Pedro López de Ayala, noble y militar que había luchado en las guerras de Italia junto al Gran Capitán. Todos coincidieron en que era muy bella, pero que no dejaba de ser una estatua. Pero el capitán se puso a hablar con la del marido diciendo que le odiaba, no por ser uno de los que había derrotado a sus compatriotas en Italia sino por ser el marido de tan linda dama. Los demás decidieron que ya estaba bien de estatuas y se lo llevaron de nuevo junto al fuego para seguir bebiendo. Así estuvieron un rato bebiendo y hablando y riendo.
De pronto, el enamorado se levantó con su copa llena de vino y dijo que iba a brindar por su dama. Los demás siguieron en su sitio sin hacerle mucho caso. El capitán se acercó a las estatuas y dirigiéndose a la de D. Pedro le dijo que brindaba por su emperador Napoleón ya que gracias a él había podido venir a Toledo a cortejar a su dama. Bebió un sorbo y el resto lo arrojó a la cara del marido.
Luego, a voces, dijo a todos que iba a dar un beso a Doña Elvira. Sus compañeros le gritaron que dejara en paz a los muertos. Él dijo que si no la besaba no se quedaría contento. Inmediatamente los compañeros oyeron un desgarrador grito, se levantaron y se dirigieron al lugar.
Se encontraron al capitán muerto, con la cara destrozada y observaron que el guantelete de la armadura de D. Pedro estaba lleno de sangre. El marido, ante la ofensa que el capitán le quiso hacer, le había dado un golpe en la cara con su mano de mármol causándole la muerte.