Cuenta una leyenda que hace muchos años, en un pueblo del Pirineo vivía un veterinario, conocido por su avaricia y malos modales. Cuando las gentes del lugar se dirigían a él, para que sanara sus animales, primero intentaba averiguar qué bienes materiales tenían, no sea que no pudieran pagar sus honorarios.
En una ocasión le pidieron que atendiera un burro, sus propietarios, no tenían bienes con qué pagarle, tan solo tenían unas arandelas de plata, que conservaban como un recuerdo de familia. Decidieron pagarle con estas arandelas y el veterinario aceptó, de modo que, en cada visita que le hacía al animal, les cobraba una de esas arandelas, hasta que se terminaron y ya no pudieron seguir pagando. Entonces el veterinario les dijo que no volvería; a los pocos días murió aquel burro y sus amos se quedaron al borde de la miseria, ya que le habían dado toda su fortuna al malvado veterinario.
Era tan usurero y avaricioso, que se había granjeado la antipatía de todos los vecinos. No había uno solo que hablara bien de él. Al cabo del tiempo los vecinos le echaron en falta, porque hacía semanas que no se dejaba ver por el pueblo, y decidieron acercarse a su casa para ver qué pasaba, encontrando que había muerto hacía varios días.
No se lo merecía mucho, pero pensaron que debían hacerle un funeral y un velatorio. Avisaron a su familia, que hasta entonces no había querido saber nada de él, por lo avaricioso que era; organizaron el velatorio y cuatro mujeres se ofrecieron voluntarias para velarlo durante toda la noche.
Era una noche fría de invierno y soplaba un aire furioso, así que se prepararon con buenas ropas de abrigo para no pasar frío. Pero a pesar de todo, como había una ventana rota, las cuatro estaban congeladas y temían ponerse enfermas si seguían allí. Pensaron que no pasaría nada si dejaban al muerto solo en la sala y ellas se marchaban a la cocina, donde se estaba indudablemente más caliente. Así lo hicieron y una vez allí pensaron que no pasaría nada por beber un poquito de la cazalla del difunto, para entrar en calor. Y no solo un poquito, sino que se la bebieron toda y al poco rato comenzaron a tener más calor y a sentirse bien.
Y tan bien se sentían que comenzaron a sentir ganas de bailar y cantar. Así que se pusieron a bailar y a cantar hasta altas horas de la madrugada. Pero más tarde siguieron pensando y recordaron lo avaricioso que era el muerto y dedujeron que seguro que tenía mucho dinero escondido en la casa. Se pusieron manos a la obra y comenzaron a rebuscar por los rincones hasta que encontraron todo el dinero y todas las joyas. Se lo repartieron todo y no dijeron nada a nadie. Al día siguiente se celebró el funeral y cuando terminó cada una se marchó a su casa.
Pero al cabo de unos días las cuatro mujeres empezaron a sentir remordimientos de aquel hurto y casualmente comenzaron a pasar cosas extrañas. Una de ellas creyó ver, apoyado en una ventana de la casa, un raro animal de ojos rojos, que más bien parecía un monstruo, porque nunca había visto nada igual. Se lo contó a las otras mujeres y la voz corrió por el pueblo. La gente comenzó a tener miedo, porque varias personas en el pueblo habían visto el extraño animal.
No podían seguir así, de modo que decidieron organizar una batida y darle caza. A los pocos días consiguieron cazarlo y efectivamente vieron que se trataba de un animal nunca antes visto por esos contornos, pero nadie sabía qué era. Las mujeres, que todavía seguían con remordimientos, pensaban que aquel, era el espíritu del veterinario que había ido a reclamarles cuentas por el robo y por beber su cazalla, y estaban cada vez más nerviosas.
Ocurrió que en esos días llegó al pueblo el nuevo veterinario, al que le contaron lo ocurrido y le enseñaron el cadáver de la fiera. Éste, que venía de la ciudad y estaba al tanto de todas las noticias que se propagaban, les dio la solución, se trataba de un animal africano, que se había escapado de un circo, semanas antes. Todos quedaron en el pueblo muy tranquilos, todos, excepto las cuatro mujeres del velatorio, que seguían con remordimientos.
Pasado un tiempo llegaron los familiares del difunto para asistir a la lectura del testamento y todo el pueblo estuvo presente. Comenzó la lectura y las cuatro mujeres se quedaron petrificadas. No se lo podían creer. En el testamento se decía por expreso deseo del difunto que toda su fortuna se diera a las personas que pasaran con él sus últimos minutos, que digno era que se les recompensara por eso. Y que no quería un funeral aburrido y con lloros, sino una gran fiesta de risas, alcohol y juerga hasta altas horas de la madrugada. Las cuatro mujeres se miraron sorprendidas porque sin saberlo habían cumplido la voluntad del avaro veterinario.
Y cuenta la leyenda que desde este momento en algunos pueblos del Pirineo, los funerales se celebran todavía con una gran fiesta, donde se baila, se come y se bebe hasta la madrugada. Las cuatro mujeres quedaron satisfechas, pero desde entonces acudieron a velar a todos los difuntos, como agradecimiento de su buena fortuna. Y aún ahora, después de muchos años, se dice que todavía se pueden oír sus carcajadas, por el valle cada vez que muere alguien……porque siguen celebrando su fiesta con cazalla, bailes y cantos…… Esto no tendría nada de particular si no fuera porque ellas murieron hace tiempo…
Autor: Desconocido.